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Revista Qué Pasa: Otro Chile, columna de Ivan Poduje

Millones de chilenos sufren carencias en temas básicos como respirar aire limpio, movilizarse en un transporte digno, vivir en casas y barrios seguros o en ciudades que no se desplomen por una lluvia larga o una fogata que se sale de control. Sin embargo sus problemas están fuera de las prioridades que desvelan a nuestra elite. Hay varias señales que lo demuestran.  

La superficie que se quemó en Valparaíso en abril de 2014 equivale a los barrios Bellavista y Pedro de Valdivia Norte de Providencia, y si el incendio hubiese sido ahí, de seguro seguiría siendo noticia y habría motivado grandes reformas.

Pero ocurrió en Valparaíso, a 120 kilómetros de distancia y en cerros empobrecidos, alejados de los barrios turísticos, así que el tema desapareció de la agenda, pese a que las quebradas declaradas como “zonas de riesgo” se han vuelto a poblar con las mismas viviendas precarias que ardieron, rodeadas por bosques que no se cortaron, ni controlaron como recomendaron los expertos.

Copiapó también salió del radar a pocas semanas de los aluviones, aunque la situación sigue siendo crítica para sus 160 mil habitantes. Una parte de la ciudad no tiene agua potable, se dañaron actividades claves para el empleo, y las aguas servidas se desbordaron y mezclaron con el barro, generando una capa de tierra dura y maloliente que cubre calles y espacios públicos y obligará a reconstruir buena parte de la red de colectores.

Algo parecido ocurre en Chañaral, Diego de Almagro y Tierra Amarilla, con 44 mil habitantes afectados, o en las localidades cercanas al volcán Calbuco, donde la acumulación de cenizas colapsa rutas y amenaza cultivos y el forraje para los animales.

Pero hay otras crisis que no surgieron de desastres naturales y que llevan décadas incubándose. Es el caso de los barrios segregados de vivienda social, donde 1,7 millones de chilenos viven en guetos alejados, inseguros, enrejados, sin servicios y con pésimas condiciones de habitabilidad que afectan el rendimiento escolar, el acceso al empleo o la convivencia familiar. Esto ocurre de Arica a Punta Arenas, y su símbolo ha sido el distrito de Bajos de Mena en Puente Alto.

Otro problema grave ocurre en el sur con la contaminación generada por la leña. Sólo este año cinco capitales regionales experimentaron 44 episodios críticos, afectando a 800 mil personas cuya esperanza de vida se verá reducida sólo por vivir en Temuco, Osorno o Valdivia. El récord lo tiene Coyhaique con 15 emergencias ambientales en menos de un año, y que el mes pasado fue catalogada como la ciudad más contaminada del planeta por Air Quality Index.

En la Región Metropolitana, el Transantiago sigue con problemas pese a los billones de pesos gastados en subsidios. La evasión está disparada y los tiempos de viaje y espera en paraderos han aumentado, afectando especialmente a 2,5 millones de habitantes de la periferia que hoy gastan más de dos horas en transportarse, saliendo y llegando de noche a sus casas, y no pocas veces por calles sin veredas o iluminación adecuada.

Como vemos, millones de chilenos están sufriendo carencias en temas básicos, como respirar aire limpio, movilizarse en un transporte digno, vivir en casas y barrios seguros o en ciudades que no se desplomen por una lluvia larga o una fogata que se sale de control. Sin embargo sus problemas están fuera de las prioridades que desvelan a nuestra elite y hay varias señales que lo demuestran.

En Valparaíso, la reconstrucción sigue a cargo de un delegado presidencial sin atribuciones ni competencias para evitar que repueblen zonas de riesgo, ni para administrar los US$ 500 millones que costará reconstruir los cerros afectados, lo que inevitablemente retrasará la ejecución de los proyectos.

Tampoco se entiende que en un año marcado por desastres naturales, el Ejecutivo haya sacado de sus prioridades legislativas una reforma para mejorar la Onemi, o que varios gobiernos lleven años “estudiando” la contaminación por leña, sin que se tome ninguna medida estructural para resolver este problema.

Más sorprendente es el silencio respecto al drama ambiental de Coyhaique, capital de la Patagonia que movilizó a cientos de miles de ciudadanos, rostros y políticos de todos los colores cuando sus bellos paisajes eran amenazados por represas, y que hoy no logra convocar ni siquiera un mitin de barrio, pese a sus 15 emergencias ambientales.

Y el mismo silencio vemos con los vertederos ilegales de basura de Pudahuel y Quilicura, las playas repletas de carbón de Puchuncaví, o las centrales termoeléctricas ubicadas en áreas densamente pobladas de Tocopilla y Huasco.

Existen dos hipótesis para explicar esta indiferencia. La primera es que estos problemas ocurren fuera de las cinco comunas de Santiago donde viven, trabajan o veranean los actores que fijan la agenda de prioridades de Chile. Desde este país paralelo las urgencias que afectan al resto de la capital se ven lejanas o mundanas, y en regiones simplemente no existen cuando salen de la pauta de los matinales o terminan las fases de emergencia y el voluntariado.

El Congreso refleja perfectamente lo dicho. Se trata de un edificio donde se discuten las grandes “reformas estructurales” desde oficinas con vista a los cerros quemados que se repueblan con mediaguas, en un barrio donde abunda un comercio informal de subsistencia debido a la compleja situación económica de Valparaíso.

Pese a ello cuesta encontrar un parlamentario que levante propuestas para potenciar la reconstrucción o promover un plan de desarrollo para recuperar la ciudad donde trabaja.

La segunda razón podría encontrarse en la tesis de la adolescencia urbana que describe Francisco Sabatini. Para este destacado sociólogo las nuevas clases medias buscan alejarse de cualquier aspecto que les recuerde la pobreza, lo que explica la proliferación de barrios cerrados (autosegregación) o el duro rechazo a los intentos del Estado por construir viviendas sociales cercanas a sus casas.

Siguiendo esta lógica, Chile sería un país adolescente, que quiere dejar rápidamente atrás su pasado de subdesarrollo, para entrar a las grandes ligas temáticas de la OCDE, donde las soluciones dependen de balas de plata de gran calado y no de temas “mundanos” como la mala calidad del transporte público o la inseguridad en los barrios.

La primera bala de plata fue la reforma educacional, que sería EL camino para resolver todos los problemas de desigualdad y segregación; y ahora nos fuimos más arriba y la tabla de salvación sería una nueva Constitución.

¿Pero qué pasa entremedio? Nadie discute que estas reformas son importantes, pero es claro que tomarán tiempo y que los millones de chilenos afectados por los problemas que describimos no pueden esperar a que se refunde la República para ver cambios.

Necesitan respuestas ahora, mediante políticas públicas que puedan ser implementadas a corto y mediano plazo y que además podrían ayudar a sacar a la clase política de la severa crisis de legitimidad que atraviesa.

Diseñar una reconstrucción de calidad, mejorar el transporte público, resolver la contaminación o revertir la segregación urbana le devolverían a la política su sentido más básico, que es poner el Estado al servicio de las personas para resolver sus dramas cotidianos, que lamentablemente se han visto opacados por su lejanía, geográfica y temática, con el país donde se esta pensando el nuevo Chile moderno.