Los planes de reconstrucción no sólo deben reparar lo dañado y prevenir desastres. También deben intentar resolver problemas de arrastre y renovar y potenciar el desarrollo de ciudades que presentaban carencias antes del terremoto, como Lota, Coronel o Talcahuano. por Ivan Poduje Un terremoto y un tsunami pueden destruir, en […]
Los planes de reconstrucción no sólo deben reparar lo dañado y prevenir desastres. También deben intentar resolver problemas de arrastre y renovar y potenciar el desarrollo de ciudades que presentaban carencias antes del terremoto, como Lota, Coronel o Talcahuano.
por Ivan Poduje
Un terremoto y un tsunami pueden destruir, en pocos segundos, el esfuerzo y el capital acumulado por décadas. Son eventos traumáticos que marcan a generaciones y que cambian la forma en que habitamos y planifi camos nuestras ciudades. Por el poco tiempo que ha pasado desde el sismo que sacudió al sur de Chile, plantear que este drama es una oportunidad puede sonar insensible: pero es un análisis que deberá realizarse cuando se inicie el plan de reconstrucción anunciado por el presidente electo.En Chile hay abundante experiencia al respecto. El destino turístico de Viña del Mar se consolidó luego del terremoto de 1906, cuando sus autoridades aprovecharon los escombros para rellenar y consolidar un nuevo borde costero que luego sirvió para canalizar el estero, abrir la avenida Perú y emplazar el Casino de Juegos. Treinta y tres años después, el desastre de Chillán motivó la creación de la Corfo, cuyo papel fue clave no sólo para levantar la zona afectada, sino para industrializar el país y crear sus principales redes de infraestructura y energía. Además, ese hito permitió habilitar una ciudad más moderna y efi ciente y dio origen a los planes reguladores que operan hasta el día de hoy. El terremoto de 1985, en tanto, generó una revisión exhaustiva de las normativas de edifi cación, las mejoró y elevó los estándares del cálculo antisísmico, lo que explica que la gran mayoría de las construcciones nuevas resistieran este sismo, salvo por las vergonzosas excepciones que hemos visto en Santiago, Viña del Mar y Concepción.La tarea de reconstrucción, sin embargo, es compleja y debe conjugar varios factores. De un lado, requiere de importantes recursos fi scales que obligarán a postergar algunas metas o necesidades sociales, monopolizando la agenda de ministerios e intendencias por varios meses. En segundo lugar, necesita de un enorme esfuerzo de gestión para coordinar a la multiplicidad de actores que participarán desde los ámbitos público y privado, lo que se complica por la extensión territorial del desastre, que abarca cinco regiones y casi 100 comunas. Por último, el plan debe considerar como actor protagónico a las familias golpeadas, tanto para reparar sus daños emocionales y materiales como para considerar su opinión en el diseño de las soluciones temporales y defi nitivas; sobre todo, si implican relocalizar poblados sin posibilidad de recuperación.
Con esto en el horizonte, un caso interesante para mirar es Kobe, la sexta ciudad más importante de Japón, que fue prácticamente devastada el 17 de enero de 1995 por un terremoto de 7,2 grados en la escala Richter. Pese a que la intensidad del sismo fue menor y que se focalizó en una sola ciudad, los daños humanos y materiales fueron inmensos: 6.500 personas murieron, 33.000 resultaron heridas y, a diferencia de lo que ocurrió en Chile, el 67% del stock inmobiliario se vio seriamente dañado. De las 600.000 casas y edificios que existían, 100.000 se perdieron completamente y 300.000 quedaron seriamente averiados, lo que generó pérdidas por 61 mil millones de dólares.
El efecto sobre la infraestructura fue igualmente relevante, impactando seriamente en la economía local. El daño en muelles, carreteras y ferrocarriles, incluído el “tren bala”, se estimó en 19 mil millones de dólares, a lo que se agregaron 4.900 millones para levantar nuevas redes de energía y comunicaciones y 3.500 millones de dólares para reconstruir hospitales, universidades y escuelas. Así, Kobe perdió, en sólo 21 segundos, 120.000 millones de dólares, casi un 70% de lo que produce Chile en un año.
La comunidad internacional se mostró impactada por la magnitud del daño, ya que Kobe era, por historia y emplazamiento, una ciudad que debía estar preparada para resistir terremotos de mayor magnitud. También sorprendieron la lenta reacción del gobierno para ayudar a los damnificados y el excesivo plazo que tomó restaurar la provisión de agua y gas. Para paliar estas críticas, el gobierno japonés decidió actuar rápidamente. A los nueve días formó un comité encargado de formular el plan de reconstrucción y en tres meses ya se anunciaban sus directrices principales, precisando etapas, costos y modalidades de financiamiento. La tarea fue encomendada a una comisión dirigida por siete miembros con amplios poderes sobre ministerios y agencias gubernamentales, asesorada por 100 expertos y representantes de empresas y las comunidades afectadas. Según varios estudios revisados, este esquema organizacional altamente jerarquizado fue clave para cumplir con los plazos comprometidos.
Manos a la obra
Los lineamientos del plan de Kobe fueron básicamente cuatro:
• Primero: recuperar la ciudad devastada, reconstruyendo la infraestructura y las viviendas, para lo cual se diseñaron barrios modelo que acogieron una nueva red de equipamientos de salud y educación.
• Segundo: se buscó reducir la vulnerabilidad ante futuros desastres, promoviendo una cultura cívica de “alerta y reacción temprana”, lo que incluyó protocolos de simulación obligatorios en escuelas, oficinas y edificios públicos.
• Tercero: se impulsó una reforma sustantiva en la normativa de edificación y se aumentaron las exigencias antisísmicas y la capacidad de fiscalización.
• Y cuarto: se buscó reposicionar a Kobe como una ciudad segura para turistas y restaurar la “vitalidad urbana” perdida por el trauma y el miedo.
Junto con definir acciones para reconstruir y prevenir, la comisión aprovechó el plan para mejorar la ciudad que existía antes del terremoto. Con este objetivo se crearon parques para renovar los entornos degradados (Disaster Reduction Parks), que además servirían como rutas de escape y albergue ante futuros desastres, tema que cobra mucho sentido luego de las ocupaciones masivas de plazas que vimos el pasado 27 de febrero. Los barrios residenciales fueron reurbanizados y las precarias viviendas reemplazadas por casas resistentes y de mejor calidad arquitectónica. Se promovió una renovación integral del centro y del borde costero, recuperando la dañada infraestructura portuaria y abriendo paseos y lugares de esparcimiento turístico como el Rokko Island Marine Park.
Además de obras, el plan implementó una línea de trabajo social muy potente. Promovió una cultura de prevención y mitigación basada en la organización ciudadana a nivel de barrios, conectados entre sí por circuitos de escape y espacios abiertos y seguros. Se ejecutaron programas de fomento y capacitación para los mi-croempresarios perjudicados, lo que incluyó la entrega de subsidios y créditos blandos para reabrir sus negocios, además de una compensación por cada familiar fallecido.
El plan tardó 10 años en ejecutarse y su costo final fue de 163.000 millones de dólares, de los cuales un 51% fue financiado por el gobierno central, un 39% por el municipio y el 10% restante, por empresas privadas. Pese a todo este esfuerzo, Kobe dejó de ser el puerto principal de Japón, aunque la calidad de vida de la ciudad mejoró, al igual que su capacidad para resistir nuevos embates de la naturaleza. Además, las obras permitieron mantener a industrias emblemáticas como Mitsubishi y Kawasaki, lo que redujo el impacto sobre el empleo, logrando recuperar la economía local.
Los montos involucrados en Kobe son proporcionales al tamaño de la economía japonesa, que obviamente dista mucho de la realidad chilena. Por lo mismo, es imposible que nuestro país pueda afrontar así una transformación de esta envergadura. Y aunque todo indica, y así lo esperamos, que la magnitud de esta catástrofe será mucho menor en pérdidas humanas y económicas, hay varias lecciones que podemos sacar en limpio de este caso. La primera es la necesidad de complementar las obras con un trabajo social que permita recuperar el daño emocional de las familias impactadas, creando una cultura de reacción ante desastres basada en la organización de la propia comunidad (además de las evidentes reformas que debieran realizarse en organismos como la Onemi y el Shoa). Otro tema que no debe minimizarse es el fomento a la actividad productiva a nivel de pequeñas y medianas empresas; sobre todo, en localidades costeras que dependían del turismo, o en ciudades cuyos almacenes y locales comerciales se concentran mayoritariamente en los centros históricos más afectados por el sismo.
La segunda lección ya fue comentada: los planes de reconstrucción no sólo deben reparar lo dañado y prevenir desastres. También deben ser vistos como una oportunidad para resolver problemas de arrastre y para renovar y potenciar el desarrollo de ciudades que presentaban carencias antes del terremoto, como Lota, Coronel o Talcahuano. Constituyen, asimismo, un escenario ideal para introducir reformas complejas, debido a la comunión de intereses entre actores que normalmente tienen grandes dificultades para ponerse de acuerdo. Esto permitirá abordar, por ejemplo, la urgente actualización de la ley de urbanismo y construcciones, la modernización de la infraestructura hospitalaria, el reforzamiento de la institucionalidad encargada de velar por el patrimonio o la actualización de nuestros obsoletos planes reguladores que, como vimos, datan del terremoto de 1939. Asimismo, es esperable que se perfeccione aún más la regulación antisísmica y que se aumente la capacidad de fiscalización de organismos estatales y agencias independientes.
La tarea de reconstrucción pondrá a prueba la capacidad de todos. Las universidades y los colegios profesionales han demostrado un gran compromiso en la fase de normalización y control de daños, y debieran aportar en la formulación del plan de reconstrucción, sobre todo los planteles de Concepción, Talca y Temuco, que tienen gran conocimiento del área y una calidad probada. El sector privado cumplirá un rol fundamental para levantar las viviendas y la infraestructura dañadas, aprovechando la potente herramienta de las concesiones de obras públicas, que debiera extenderse hacia otros ámbitos. La principal tarea del Estado será planificar y dirigir este proceso. Además de garantizar financiamiento, deberá organizar a ministerios que, al menos en materia urbana, suelen correr por carriles separados y cuya descoordinación podría ser fatal si queremos implementar esta reconstrucción en plazos razonables.