
En los últimos 30 años, nuestras ciudades se han pensado como nunca, gracias al aporte de universidades, ministerios, municipios u organizaciones sociales que han plasmado sus ideas y sueños en decenas de planes y proyectos.
El problema es que muy pocos se han concretado y este déficit se ha agudizado luego de la reducción del período presidencial. Como en 36 meses es imposible hacer algo relevante, los planes deben avanzar de un gobierno a otro, sorteando la mala costumbre de las nuevas autoridades de revisar lo heredado por defecto.
También es difícil cambiar el statu quo con alcaldes sin atribuciones, recursos ni liderazgo para enfrentar a los grupos de presión, que siempre se opondrán a cualquier medida que afecte sus intereses, como ocurrió en Barcelona, Medellín, Curitiba y tantas ciudades que impulsaron planes potentes.
Algunos piensan que este escenario es irreversible y que la época de las grandes transformaciones urbanas terminó. Yo discrepo por dos razones. La primera es la magnitud de los problemas que enfrentamos y que no puede abordarse a través de ajustes menores o cosméticos.
Un caso emblemático es la segregación que tiene enrejados a 1,7 millones de habitantes de Arica a Punta Arenas, y que no se resolverá pintando fachadas de viviendas sociales o arreglando plazas. Acá se requieren inversiones mayores para conectar estos barrios, llevar servicios y seguridad, y mantener sus áreas verdes y espacios públicos.
Otro tema crítico es la congestión vehicular, que no puede atacarse solamente con ciclovías o renovando buses. Necesitamos proyectos que cambien patrones de viaje, como los tranvías y líneas de Metro que se estudian para Concepción y Santiago; los trenes suburbanos planificados hacia Coronel y Quillota, o los teleféricos propuestos en Antofagasta y Alto Hospicio, además de avenidas parque y corredores de buses que mejoren el entorno.
Mi segundo argumento para defender los grandes proyectos es su capacidad para mejorar la calidad de vida y la economía de nuestras ciudades, como ocurriría si transformamos en parque fluvial el abandonado estero de Viña, o si se materializa la ansiada apertura del borde costero de Valparaíso como un gran paseo y espacio público.
Ha llegado el tiempo de pasar de la fábrica de planes y sueños a las realizaciones. De poner a tono a nuestras ciudades con los discursos de país desarrollado que escuchamos en CasaPiedra y que aún resuenan demasiado lejanos en La Chimba, Quilicura o Alto Hospicio.
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