La misma gente que compra autos y celulares, valoriza más su entorno, y exige que las obras urbanas no se noten o que se construyan lejos. Hace unos años, en un seminario de urbanismo en la UC, se impuso en el debate la idea de densificar Santiago con edificios en […]
La misma gente que compra autos y celulares, valoriza más su entorno, y exige que las obras urbanas no se noten o que se construyan lejos.
Hace unos años, en un seminario de urbanismo en la UC, se impuso en el debate la idea de densificar Santiago con edificios en altura.
Alguien sugirió Pedro de Valdivia Norte, pero varios profesores que vivían ahí lo pararon en seco. ¿Acaso no promovían la ciudad compacta? «Sí, pero no en nuestro barrio, que es patrimonial -respondieron-. Mejor en Vitacura». «Están locos -dijo otro-, yo vivo ahí y debe preservarse. ¿Qué pasa con la Plaza Ñuñoa?». «Ni muerto -dijo un tercero-, ya me la han destruido con demasiados edificios». Al final, concluí que la densificación sólo podría darse donde no viviera un profesor que promoviera… la densificación.
La anécdota refleja lo que ocurre en varios ámbitos del desarrollo urbano. Nos quejamos por la mala señal de los celulares, pero no queremos antenas cerca. Necesitamos colegios o centros comerciales a poca distancia, pero nunca en nuestra cuadra, y alegamos por los tacos, pero no queremos ver autopistas ni menos escuchar su ruido. Y como todos pensamos lo mismo, estos proyectos «no deseados» van rebotando de un barrio a otro, hasta desaparecer o instalarse en una comuna popular donde los vecinos tienen micrófonos más chicos para reclamar.
La paradoja es que la demanda por los «proyectos no deseados» crece tan rápido como se rechazó, ya que ambos se explican por el desarrollo económico: las mismas personas que compran autos o varios celulares, valorizan más su entorno y sus viviendas, exigiendo que las obras no se noten o que se construyan lejos. Por ello, varias autopistas y corredores de Transantiago están paralizados por conflictos vecinales, mientras que la motorización crece al 7% anual y los tacos se extienden a lo largo y ancho de la capital.
Este fenómeno se conoce como «gap (brecha) de oferta» y ha generado serios trastornos en las ciudades de países desarrollados. El primero es que la lista de usos «no deseados» crece a medida que sube el ingreso, incluyendo prácticamente a toda obra que altere el statu quo. Incluso, los parques son objetados, ya que pueden ser «focos de delito». En segundo lugar, el rechazo dilata la aprobación de los proyectos y eleva mucho sus costos para mitigar impactos, al punto de hacerlos inviables.
Un camino es innovar en el diseño de los proyectos para minimizar su visibilidad o mejorar su inserción urbana. Otro es usar mecanismos de participación ciudadana donde se expresen las mayorías y no sólo los vecinos directamente afectados, los que deben ser compensados por las minusvalías que perciben. Lamentablemente, la ley chilena no contempla ninguna de estas soluciones y sin ellas es probable que el rechazo de los usos no deseados se masifique y termine bloqueando proyectos necesarios, pero que nadie quiere tener cerca.
Esto me recuerda otra idea que surgió del seminario. En medio del acalorado debate, un profesor concluyó que la solución para Santiago era la migración: «¡Todos deben irse a regiones, carajo!», exclamó, convencido. Yo le pregunté si él se sumaba al llamado y me contestó que lo estaba pensando seriamente. Todavía vive en Santiago, aunque sigue clamando por más descentralización cada cierto tiempo.